Los orígenes
según los chinos
En épocas
inmemoriales no existían ni el cielo ni la tierra. El universo era una nebulosa
caótica y embrionaria de forma parecida a la de un gran huevo. Allí dormía
apacible y tranquilo el gigante Pan Ku. Al cabo de dieciocho mil años, el gigante
se despertó encolerizado porque a su alrededor sólo había oscuridad. Sacudiendo
sus brazos para librarse de éstas produjo una enorme explosión, explotando el
gran huevo que contenía el universo. La nebulosa caótica y primitiva, que había
permanecido concentrada en un solo lugar durante millones de siglos, comenzó a
girar convulsivamente. Las materias ligeras se levantaron vertiginosamente,
dispersándose para formar el cielo azul, mientras que las pesadas se
precipitaron hacia abajo para dar origen a la tierra. A pesar de que el cielo y
la tierra se habían separado, Pan Ku, estaba preocupado por si las cosas
volvían a su lugar y pensó en sostener con los brazos el cielo de manera que
poco a poco éstos se fueron separando cada vez más. Así estuvo muchos siglos,
de manera que gracias a su esfuerzo el cielo no volvió nunca a unirse con la
tierra. Sin embargo, por culpa del tiempo y del esfuerzo, Pan Ku murió
extenuado. Su cuerpo se transformó entonces en todo lo bello que nos rodea: de
su aliento nació el viento de primavera y las nieves del invierno, su voz se
convirtió en el trueno de las tormentas. Su ojo izquierdo es el sol que
calienta durante el día y el derecho la luna que ilumina la noche, y los
numerosos cabellos y barba crearon las estrellas. Sus cuatro extremidades y el
tronco dieron lugar a los cuatro puntos cardinales y las cinco montañas
sagradas. De su sangre nacieron los ríos que bañan China y sus tendones son los
caminos que llevan a todas las direcciones. Sus músculos dieron lugar a las
tierras fértiles, y los dientes y los huesos al jade y otras piedras preciosas.
De sus vellos nacieron las plantas, la hierba y los árboles, y el sudor, la
lluvia y el rocío.
Los orígenes
según los egipcios (Delta y ribera del río Nilo)
Antes del
inicio del mundo, apareció Ra, El Luminoso. Era omnipotente y el secreto de su
poder se hallaba en su propio nombre, que nadie más conocía. Gracias a su poder,
le bastaba con nombrar una cosa para que cobrara vida instantáneamente, apareciendo
como había aparecido él. “Al alba seré Jepri, Ra durante el día y Atom durante
la noche”, dijo el dios, y mientras profería estas palabras, he aquí que se transformó
en el sol que se levanta por el oeste, que cruza el firmamento y que se pone
por el este. Y así acabó el primer día del mundo. Ra invocó a Shu y creó así el
viento. Le dio su nombre a Tefnut, diosa del rocío y se hizo la lluvia.
Después, pronuncio el nombre de Geb y la tierra surgió entre las aguas del
océano. Llamó a Nut y apareció la diosa del cielo, que sostiene como un arco la
bóveda celeste, apoyando los pies en un extremo del horizonte y las manos en el
opuesto. Invocó a Hapy y así el Nilo, el río sagrado comenzó a discurrir por
las tierras para hacerlas fértiles. Después, nombró todo lo que hay en la
creación, y las cosas existían en cuanto las nombraba. Por último, dijo las
palabras “hombre” y “mujer” y las tierras egipcias fueron habitadas por los humanos.
Entonces, el propio Ra se transformó en humano y se convirtió en el primer
faraón de Egipto.
Los orígenes
según los griegos
Antes del mar,
de la tierra y del cielo que todo lo cubre, la naturaleza tenía en todo el
universo un mismo aspecto indistinto, al que llamaron Caos: una mole informe y desordenada.
Y aunque allí había mar, tierra y aire, la tierra era inestable, las aguas
innavegables y el aire carecía de luz. Nada conservaba su forma, y unas cosas
obstaculizaban a las otras, porque dentro de un mismo cuerpo lo frío se oponía
a lo caliente, lo húmedo a lo seco, lo duro a lo blando, y lo que no tenía peso
a lo no pesado. Entonces un dios separó el cielo de la tierra y la tierra de
las aguas, y dividió el cielo puro del aire espeso. Cuando hubo desenredado
estas cosas, y las hubo separado en lugares distintos, las entrelazó en
pacífica concordia. El fuego surgió resplandeciente, y ocupó su lugar en la
región más alta; próximo a él por ligereza y por el lugar que ocupa estaba el
aire. La tierra, más densa que los anteriores, absorbió los elementos más
gruesos, y quedó comprimida por su propio peso y el agua, fluyendo alrededor,
ocupó los últimos lugares, y rodeó la parte sólida del mundo. Después ordenó a
los mares que se expandieran, y rodearan las costas que ciñen la tierra. Añadió
también fuentes, estanques inmensos y lagos, y contuvo entre orillas a los
ríos. También ordenó que se extendieran los campos, se hundieran los valles, se
cubrieran de hojas los bosques y se elevaran las montañas de piedra. Apenas
había acabado de dividir todas estas cosas con límites bien definidos, cuando
las estrellas, que durante largo tiempo habían permanecido apresadas en una
ciega oscuridad, empezaron a encenderse y a centellear por todo el firmamento.
Y para que ninguna región se viese privada de sus propios seres animados, las
estrellas y las formas de los dioses ocuparon la superficie celeste, las olas
se adaptaron a ser habitadas por los brillantes peces, la tierra acogió a las bestias
y el blando aire a los pájaros. Pero todavía faltaba un animal más noble, más
capacitado por su alto intelecto, y que pudiera dominar a los demás. Y así
nació el hombre bien porque el artífice de las cosas lo fabricara con simiente
divina, o bien porque la tierra que aún conservaba en su interior alguna
semillas del cielo junto al que había sido creada, fuera mezclada con agua de
lluvia, plasmando con ello una imagen a semejanza de los dioses. Y mientras los
demás animales miran al suelo cabizbajos, al hombre Dios le dio un rostro
levantado y le ordenó que mirara al cielo, y que, erguido, alzara los ojos a las
estrellas.
MITE INCA DE LA CREACIÓ
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